En ese íntimo y solitario momento en que nacemos una huella indeleble nos marca la entrada al mundo: nuestro ombligo. Es la más primitiva huella de nuestro cuerpo y nos recordará por siempre que desde el principio necesitamos de otro para vivir. Ese otro, mejor dicho otra, a la que con nuestra sola presencia le cambiamos la vida para siempre.

Ese es el poder de una huella, una marca permanente. Con esa impronta tan fuerte salimos al mundo y en cada vínculo que armamos con otras personas vamos dejando sellos: en los amigos, en la familia, en los maestros.

Nuestro cuerpo guarda otras huellas. Crecen con nosotros, nos diferencian de los demás. Nos hacen únicos. En nuestras manos un intrincado recorrido de líneas, que se completa en los dedos, dibuja nuestra identidad y tienen en sí mismas un enorme poder. Pueden provocar, en la misma intensidad, un profundo orgullo o un profundo descontento.

Frecuentemente tendemos a reconocer fácilmente aquellas que nos enorgullecen y con la misma frecuencia solemos renegar de aquellas otras que nos molestan o no aceptamos, sin notar que son también estas las que nos completan como personas, con claros y oscuros.

¿Acaso no es la vida un largo camino, una sucesión de huellas, de las buenas y de las malas, de las lindas y de las feas, de las limpias y de las sucias…?

Aceptemos que con toda su fuerza se aferran a nosotros marcándonos y cumpliendo con su objetivo final que es el de dejar un signo indeleble.

Llevemos orgullosos las huellas que la vida nos va dejando y participemos con entrega de la maravillosa sensación de trascender dejando huellas en la vida de los demás. © www.economiaparatodos.com.ar

La licenciada Silvana Rosario Nartallo es miembro del equipo de profesionales de la Fundación Proyecto Padres